J.C.-Cuando usted estuvo viviendo en el Japón practicó el tiro al arco. ¿Cómo comenzó todo?
G.D.-Apenas llegado a Japón me interesé en el budismo zen. Como yo interrogaba con frecuencia sobre esto a un amigo japonés, éste me dijo: «Me gustaría que viera usted a mi maestro». Al preguntarle yo de qué maestro se trataba me respondió: «De mi maestro de tiro al arco, Kenran Umeji Roshi». (Escuela MuYoShinGetsuRyu)
G.D.-Apenas llegado a Japón me interesé en el budismo zen. Como yo interrogaba con frecuencia sobre esto a un amigo japonés, éste me dijo: «Me gustaría que viera usted a mi maestro». Al preguntarle yo de qué maestro se trataba me respondió: «De mi maestro de tiro al arco, Kenran Umeji Roshi». (Escuela MuYoShinGetsuRyu)
Manifesté tener gran interés y, pocos días después, me encontré con este hombre, quien me interrogó acerca de las experiencias que yo había tenido desde mi llegada a Japón. Después de haber escuchado los nombres de las personas con las que yo había podido conversar sobre el zen, me dijo inmediatamente que todo eso era muy superficial. Que para comprender lo que era el zen era necesario hacer un ejercicio a fondo. «Cuanto más haga usted un ejercicio a fondo -me dijo-, más numerosos serán los sectores de su vida fecundados por esta profundidad.» «¿Qué ejercicio me propone usted?», pregunté. «Por ejemplo, el tiro al arco», respondió. «Pero ¡no tengo maestro!», exclamé. «Yo puedo ser su maestro», afirmó él, y así fue como comencé la práctica del tiro al arco.
J.C.-¿Iba usted al dojo todos los días?
G.D.-No. Yo vivía en Tokio y el dojo del maestro Umeji estaba a varias horas de tren. Había colocado un manojo de paja en la galería y me ejercitaba media hora todos los días. ¡Debo aclarar que durante los tres primeros años había que estar a tres metros del blanco! Sólo después de tres o cuatro años de práctica se obtiene el permiso de tirar desde 25 o 30 metros. De modo que no precisaba mucho espacio. El maestro Umeji tuvo la gentileza de enviar regularmente a Tokio a su primer discípulo S. Sagino, para que controlara mi práctica, (El maestro S. Sagino fue el sucesor de Umeji Roshi. Su escuela de tiro al arco está situada en una ciudad próxima a Imeji (en la región de Osaka). Graf Durckheim y el maestro Sagino se reencontraron en julio de 1981 con motivo de la inauguración del Centro Durckheim. ) e incluso él mismo en persona vino en algunas ocasiones. Hacía poco tiempo que me ejercitaba cuando fue a verme por primera vez. Yo había sujetado con alfileres una pequeña hoja en el centro del matojo de paja. Con muy buen humor, me preguntó qué me había hecho la hoja para merecer tal suerte. «¡Pero, querido maestro, después de todo se trata de llegar a tocar el centro!», dije. Su silencio me hizo comprender al instante que mi respuesta no le había satisfecho. Luego dejó caer un comentario, cortante como una hoja de sable: «¡Todavía no ha comprendido usted nada!».
J.C.-¿Qué era lo que debía comprender?
G.D.-Necesité meses de práctica para comprender que, ante todo, había que adquirir conocimiento del arco, de la flecha. Que a continuación había que repetir incansablemente una secuencia de movimientos. Siempre los mismos gestos, sin error, hasta lograr la unión de sí mismo con esta técnica. Es importante dominar la técnica a la perfección para, finalmente, dejar fluir cada gesto. Llega entonces el momento en que no hay nada más que hacer. Es en ese instante cuando se deja actuar a una fuerza más profunda y éste es el gran principio de todos los ejercicios : hacer siempre lo mismo.
J.C.-En cambio para la pedagogía occidental un ejercicio deja de tener sentido en el momento en que se sabe hacer. En ese momento se pasa al ejercicio siguiente porque de otro modo no habría progreso.
G.D.-Si la finalidad del ejercicio es un buen resultado o un progreso, eso es quizá lo que corresponde hacer. Pero aquí lo que importa no es el progreso sino la profundización de la persona.Y aun llega más lejos. Cuando yo estaba en el dojo con los ancianos, me sentí muy sorprendido al ver que el maestro Umeji los corregía exactamente con las mismas palabras que empleaba conmigo. Uno de sus discípulos más ancianos, advirtiendo mi azoramiento, me dijo: «Puede usted estar seguro de que, cada vez que oímos lo mismo, es al mismo tiempo siempre algo distinto; porque cada vez usted mismo está en un plano diferente».
Tenía razón. Es como buscar una pieza de oro sepultada en la tierra: lo único que se puede hacer es continuar cavando. Se cava más y más hasta que se llega. De este modo, la atmósfera del dojo es un asunto de vida o muerte. El ambiente que reina durante el ejercicio demuestra cuán importante es lo que se busca y que se trata de algo muy distinto a llegar al centro de un blanco con una flecha.
J.C.-Lo que me cuenta me recuerda la experiencia de su compatriota Eugen Herrigel quien, en su desesperación de no poder comprender que no hay que tirar, sino que es preciso llegar al punto en que «algo tira por nosotros», encuentra un truco que facilita su tiro y le permite alcanzar mejor el blanco. Su maestro observa cómo tira, coge su arco y lo despide por no ser digno de la disciplina enseñada.
G.D.-Sí, Herrigel hizo exactamente lo contrario de lo que se considera que es el ejercicio zen: hacer algo que permite llegar a tener éxito.
J.C.-¿Conoció usted a Eugen Herrigel?
G.D.-Estuvo viviendo en Japón antes de que yo fuera y no tuve ocasión de verlo. Hace algunos años lo visité en la Selva Negra, donde vivía, al igual que Heidegger. Herrigel era un hombre de una gran integridad. Aún lo veo, de pie frente a su escritorio, escribiendo. Cuando le pregunté si escribía un segundo libro me respondió que lo había comenzado pero que, como no lograba traducir con exactitud su experiencia, prefería renunciar a su intento. Es maravilloso, ¿no es verdad? Su libro es, ciertamente, la mejor transcripción de un ejercicio zen. Un ejercicio cuya finalidad no es llegar a la diana sino llegar a sí mismo. Es decir, alcanzar el dominio que nos permite abrirnos a una fuerza más grande, a una fuerza más profunda que el budista denomina Ello. ¡Y es una experiencia extraordinaria! Ese momento en que la mano se abre como una flor. Por supuesto, hay alguien que tira y hay un arco. Pero, en ese momento particular, se tiene la impresión de confiar a un tercero esa técnica dominada, de tal modo que, a través de nosotros y en el lenguaje de esta habilidad, aquél canta el Cántico de los Cánticos, el canto de lo Eterno.
J.C.-Poco importa si la flecha no toca el blanco.
G.D.-No estoy seguro de que se pueda afirmar eso. El zen no opone meditación y acción. La finalidad del ejercicio es la eliminación del yo, del ego, con el fin de brindarle al Ser la oportunidad de despertarse. Pero ¿para qué? Recuerdo un encuentro al que los dojos habían enviado sus mejores discípulos. Lo más interesante era que, alrededor de cada tirador, había tres jueces. El primero contaba los puntos sobre el blanco. El segundo observaba la forma en que se hallaba el hombre que tiraba, su manera de estar allí. El tercero miraba únicamente su rostro. Y si, en el momento de soltar la cuerda, el rostro expresaba el deseo de tener éxito o el temor de fallar, el tiro carecía de importancia ¡por más que la flecha tocara el centro de la diana! pues se trataba de un tiro impuro.
J.C.-Hay dos jueces que miran al hombre y uno solo que mira el blanco. No se elimina la realización exterior, pero importa más la realización interior. Me atrevo a hacerle una pregunta indiscreta. ¿Qué le sucede al viejo maestro de tiro al arco? ¿A aquél que, a causa de la edad, pierde la vista o está curvado y endurecido por la anquilosis y la artrosis?
G.D.-Por el contrario, es una buena pregunta. Me recuerda la experiencia que tuvo uno de mis amigos no hace mucho tiempo. Viajó a Japón para asistir a una gran demostración de maestros de tiro al arco; una reunión que iba a ser coronada con la presencia del gran maestro.
¡Por fin llegó el momento! Un hombrecito que llevaba un arco inmenso hizo su entrada. Era un viejo tembloroso ... de modo que era lógico preguntarse qué podría hacer. Entonces el viejo maestro se arrodilló, se inclinó, se enderezó con dificultad, cogió la flecha, tendió el arco y, en medio de un silencio religioso, la flecha partió y cayó a menos de diez metros, sobre el suelo ... Pero en ese mismo momento, relataba mi amigo, una veintena de personas en el público llegaron al satori ... Lo que emanaba de ese hombre viejo, de su presencia con el arco que le había acompañado toda su vida, bastaba para conmover a aquel en que se dirige a su Ser. Le bastaba con estar allí, simplemente con estar allí.
J.C.-Se trata por cierto de una realidad bien diferente de todo aquello que llamamos deporte.
G.D. Aquí el deporte se convierte en un arte, un arte de vivir. Existe esta oportunidad en cualquier arte cuya técnica dominemos: la oportunidad de ponernos a disposición de una fuerza que realiza el trabajo a través vuestro. Hay que distinguir entre el sentido del tiro al arco y la finalidad del tiro al arco.
La finalidad es el resultado, los anillos en el blanco. En el deporte cuentan los centímetros o las décimas de segundo ... El sentido no es el blanco sino el hombre. En función del sentido, el trabajo comienza por la eliminación del yo que quiere hacer las cosas bien, que quiere ganar. Tres años de trabajo técnico a tres metros de un manojo de paja. ¡Ni siquiera era una diana! Es entonces cuando lo que el hombre sabe hacer, la técnica dominada a la perfección, brinda la oportunidad de volverse permeable a otra realidad. ¡Feliz quien toca un instrumento! Conozco a un pianista de renombre internacional que rehusó todos los contratos ofrecidos durante un año entero para trabajar las escalas. Solamente las escalas a lo largo de muchas horas al día. Eso es lo que hoy en día le confiere ese toque particular. Porque la escala que se repite nos da la oportunidad de ser diferentes en nuestro ser entero.
El tiro al arco es una escala de seis u ocho movimientos, siempre los mismos. Primera flecha…. Segunda flecha ¡he bloqueado la respiración! Tercera flecha... ¡quise hacerla demasiado bien!... Centésima flecha .. el culpable no es la flecha, ni el arco, ni la técnica que se domina. El culpable es uno mismo. Y esa centésima flecha será quizá tan mala como la segunda, pero «usted» es diferente; estamos cambiados, transformados por ese esfuerzo de eliminar las condiciones desfavorables.
J.C.-Me agrada mucho el paralelo que usted traza entre una disciplina tradicional de Extremo Oriente y el ejercicio cotidiano de nuestros músicos, las escalas.
G.D.-Sí, en los dos casos se trata de aprovechar una técnica que se sabe hacer. Si no se hace bien es porque el yo está en juego. La idea del zen, en el fondo, es la limpieza de éste, la limpieza del yo. Es así como se abre la puerta a la gran presencia. El ejercicio es, pues, una transformación del hombre hacia una transparencia para la trascendencia. Esto significa que no es sólo para usted que está ahí, sino para que esa otra realidad pueda pasar a través suyo en la existencia cotidiana. Gracias al ejercicio, tenemos la oportunidad de vivir esta experiencia.
Jacques Castermane. " Las Lecciones de Dürckheim", Ed Luciérnaga, 1989
Texto extraído de la WEB de JOSHU MARTÍNEZ CLARÁ. Arte- Shodo (Caligrafia)- Kyudo(Tiro con Arco) Tai Chi y ZaZen.
http://joshumartinezclara.balearweb.net/post/115349
Jacques Castermane. " Las Lecciones de Dürckheim", Ed Luciérnaga, 1989
Texto extraído de la WEB de JOSHU MARTÍNEZ CLARÁ. Arte- Shodo (Caligrafia)- Kyudo(Tiro con Arco) Tai Chi y ZaZen.
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