viernes, 12 de marzo de 2021

MEDITACION SOBRE EL ARQUERO. ANDRES SANCHEZ ROBAYNA

Publicado en Cuadernos Hispanomericanos,  núm. 734, agosto 2011.


   Tienen su destino los libros. Nada hace pensar que Eugen Herrigel sospechara un día, al escribir las sobrias páginas que relatan su aprendizaje del tiro con arco, que sus palabras iban a dejar una profunda huella en los más diversos ámbitos y que serían leídas con una admiración sólo reservada para obras literarias que acaban adquiriendo el estatuto de clásicas. El destino de ciertos libros se cumple, por supuesto, más allá de sus autores, como si éstos nada pudieran hacer en relación con la fortuna o la suerte de lo escrito, que gana finalmente una imprevista autonomía, una vida propia. Por un raro efecto de coherencia interna entre los contenidos del libro y la actitud de su autor, ese hecho, en el caso del libro de Herrigel, resulta plenamente congruente con la naturaleza misma del proceso espiritual que describen sus páginas.

   ¿Quién podía, en efecto, imaginar que un ensayo de una veintena de páginas (base del libro posterior) publicadas en 1936 por un oscuro profesor de filosofía en la revista Zeitshrift für Japanologie iba a ser visto con el tiempo -en realidad, sobre todo desde su primera edición en inglés en 1953- no sólo como uno de los más bellos manuales de introducción al zen sino, además, como un admirable breviario acerca de la creación artística? De una determinada creación artística, claro está. No aquella para la cual únicamente interesan los resultados -incluidos la resonancia pública y el éxito económico-, sino aquella otra para la cual lo importante, lo verdaderamente decisivo, es ante todo la experiencia artística misma, el proceso espiritual que esa experiencia representa o debería representar siempre.

   Especialistas en el budismo zen han hablado con la autoridad necesaria sobre los valores de un libro que constituye hoy, en Occidente, una referencia ineludible a la hora de acercarse al espíritu de aquella doctrina filosófica y religiosa. El primero en hacerlo, ciertamente, fue el maestro Daisetz T. Suzuki, en un prólogo a la edición en inglés que se ha vuelto inseparable del libro mismo, y que suele incluirse en sus traducciones a muy diversas lenguas. «Maravilloso libro», concluye Suzuki sin dudarlo, después de poner el acento precisamente en la aportación que Herrigel hace a la comprensión del espíritu del zen, esa «conciencia cotidiana» que se torna, por paradoja, una no-conciencia.



Eugen Herrigel

   No puede quien esto escribe pronunciarse sobre los valores del libro de Herrigel en tal sentido (algo, sin embargo, sí cabrá decir más tarde sobre el zen en relación con las artes plásticas); en realidad, el testimonio de Suzuki resulta suficiente si alguna reserva albergara aún el lector en cuanto a la significación de estas páginas desde el punto de vista «doctrinal». Es inútil aclarar que esa significación debe ser estimada siempre desde el ángulo de las aportaciones occidentales, es decir, de los acercamientos realizados desde Occidente al remoto espíritu del budismo. En este sentido, el caso de Eugen Herrigel (1884-1955) me recuerda el de otro occidental, el norteamericano -de origen español- Ernest Fenollosa (1853-1908), filósofo y orientalista a quien, como es sabido, se debe un ensayo, «El carácter de la escritura china como medio poético», que desde su primera publicación en Little Review en 1919, de la mano de Ezra Pound, ha tenido, lo mismo que el libro de Herrigel, una amplia resonancia en la cultura occidental. Se trata de dos filósofos occidentales que han llegado a una rara comprensión del espíritu filosófico, religioso y cultural de Oriente, y que - lo mismo que algunos poetas y artistas plásticos europeos y americanos- han logrado traducir esa comprensión en ensayos, poemas, pinturas y esculturas. El fruto de todo ello ha sido un notable enriquecimiento de las posibilidades intelectuales, estéticas y expresivas del pensamiento y de las artes occidentales. Tanto Fenollosa como Herrigel tienen, en ese plano, un papel no poco relevante.

   El zen en el arte del tiro con arco es, esencialmente, un libro de iniciación. Como todo libro de iniciación, va describiendo poco a poco las fases de un proceso que conduce a un determinado punto. Pero pronto comienzan las paradojas: el proceso constituye, en el caso del zen, menos un enriquecimiento espiritual que, literalmente, un vaciado. Ese vaciado, por otra parte, no debe verse en términos negativos, sino todo lo contrario: el desprendimiento o vaciado del yo es, al cabo, una ganancia. ¿Cómo puede un desprendimiento, un «empobrecimiento», ser visto como conquista o progreso? Tal es la clave del proceso espiritual que ha de seguir el aprendiz, un proceso que debe perder de vista toda racionalización o conceptualización si de veras aspira no a un fin sino a la penetración en la Gran Doctrina.

   A la penetración o la inserción en un estado, en suma. El lector no deja de notar a cada paso los elementos ceremoniales que envuelven todo el proceso, desde la respiración hasta los preparativos o preliminares del tiro, elementos que tienden a facilitar o hacer posible aquel estado. Un estado, leemos, «de intensísima vigilia espiritual». El arduo proceso de aprendizaje descrito por Herrigel -un aprendizaje que duró seis años- tiene como núcleo el acceso a ese estado mediante un olvido de sí mismo contra el que el aprendiz choca una y otra vez. La dificultad alcanza su punto máximo cuando el aprendiz empieza a intuir oscuramente que la aparición del «ello» (o el «se»: se dispara, se danza) depende de la desaparición del yo. Y que el «ello» o el «se» sólo interviene (sólo adviene) en ausencia de toda intención.

   El primer eje sobre el que gira la iniciación del aprendiz -la falta de intencionalidad- supone para un occidental como Herrigel uno de los grandes escollos en su formación. La crítica profunda a la voluntad que formula el budismo zen hace pensar de inmediato a quien proviene del mundo occidental en uno de sus pensadores más preclaros, Schopenhauer, que como es sabido no ignoró al budismo. Al filósofo Eugen Herrigel no le sirvió para su aprendizaje, a lo que se ve, la idea de Schopenhauer de que la renuncia a la voluntad sólo llega a producirse cuando la voluntad ha adquirido plena conciencia de sí misma. El aprendiz sólo percibe el peso muerto de la voluntad. Platón y Aristóteles habían deslindado los ámbitos respectivos del deseo y de la voluntad: el primero se inscribe en el plano de lo sensible; el segundo, en el del intelecto. Es éste, precisamente, el responsable de los problemas del iniciado. Aunque Herrigel no alude a ninguno de los filósofos occidentales que acabo de mencionar, tiene interés especial para el lector el momento en que el maestro, Kenzo Awa, en un intento de ponerse en la piel de su discípulo y entender sus extraordinarias dificultades, hace lo posible por leer a los filósofos occidentales por los que se interesa Herrigel, y comprende, entonces, el pesado lastre intelectual que soporta el aprendiz, un lastre que debe rechazar por completo. Es todo mucho más sencillo, le dice. Es como la nieve sobre la hoja de bambú. Es como el pétalo que cae.

   Crítica, pues, de la intención. Pero crítica, también, de la reflexión, entendida ésta como mediación negativa entre el «se» (o el «ello») y el arquero. Sabemos el profundo sentido anti-intelectualista del zen, por lo que el rechazo de la reflexión, en el sentido indicado, no puede extrañarnos. Más difícil de comprender (o de admitir, si se prefiere) nos resulta, en cambio, la crítica de la intención, puesto que el mismo maestro reconoce, en un momento dado, que para alcanzar la falta de intención se precisa un movimiento intencional. He ahí otra paradoja, de las que tantas muestras da siempre el zen: «¡Intencionadamente he de perder la intención!» No puedo dejar de recordar aquí lo que un poeta occidental también atraído por Oriente, Henri Michaux, afirmaba respecto a la creación poética: «La sola ambición de hacer un poema basta para matarlo».

   Se hace pronto evidente que el proceso de iniciación consiste ante todo en el enfrentamiento del arquero consigo mismo. La meta -el blanco al que se dirige de la flecha- es interior. El tirador, en efecto, apunta hacia sí mismo. Por mucho que el proceso insista en el sentido profundo de la involuntariedad o la no-intencionalidad, y por más que se haga patente una y otra vez -destruidos todos los preconceptos- el carácter sensible del tiro al arco, el verdadero centro es, en efecto, íntimo; aquéllas eran sólo condiciones.

   Tal vez el aspecto más interrogativo del relato de Herrigel (y de la experiencia del zen en sí mismo) resida en la asociación de esta idea con la necesidad de aceptar lo incomprensible. El aprendiz no debe olvidar nunca que en la naturaleza -el maestro insiste en ello- existen hechos y coincidencias incomprensibles. El vaciamiento del yo se alza como principio sobre el que gira todo lo demás, como si de ello dependiera, en rigor, el sentido del aprendizaje. Por otra parte, el vaciamiento del yo está indisolublemente ligado a la unificación o reunificación (no dualidad) de sujeto y objeto. ¿No dijo un viejo pintor budista que nadie puede pintar una montaña sin haberse convertido antes en montaña? (A ese orden de experiencia espiritual corresponden las enseñanzas -sólo aparentemente paradójicas- del zen en relación con las artes plásticas, aunque por supuesto no sólo en relación con éstas.) En realidad, el vaciamiento del yo va más lejos; es una experiencia (un estado) que significa no sólo el desprendimiento del ego sino algo más difícil aún: conduce, finalmente, a la liberación de la idea de la muerte. La prueba la ofrece el propio Herrigel en el capítulo último de su libro, en el que se sirve del tratado de Takuan sobre el arte de la espada, La aprehensión invisible, para intentar explicar la profundidad de aquel estado. La «liberación» aludida es allí la clave. Es el arte por antonomasia.

   De esta experiencia espiritual se extrae, naturalmente, todo un cúmulo de analogías con la creación artística. Así lo han visto numerosos escritores y artistas de Occidente. En otro lugar he sostenido que El zen en el arte del tiro con arco debería, en rigor, ser una lectura imprescindible para todo creador que aspire a adentrarse en el significado de la creación. Según mis noticias (estoy convencido, sin embargo, de que otros muchos autores lo han leído y de que el influjo de este libro tiene más amplias ramificaciones), el primero que supo ver la importancia de estas páginas desde el punto de vista aludido -es decir, como hermosa parábola de la creación artística- fue el siempre muy vigilante crítico Jean Paulhan, que en seguida transmitió su descubrimiento al pintor Georges Braque, igualmente fascinado por las fases de un proceso que entendía extraordinariamente paralelo al conocimiento proporcionado por el arte. El gran pintor francés, a su vez, dio a conocer el libro al escultor español Eduardo Chillida, para quien este «libro precioso», dijo, fue una lectura capital. Además de influir en su obra y en su meditación sobre el espacio hueco y el vacío, no es difícil captar en algunos de los bellos aforismos del escultor vasco («Al alba conocí la obra», «El poder de la razón es saber, gracias a ella, que la razón tiene límites») una huella que, más allá de su sabor orientalista, deja sentir a las claras el espíritu de las páginas de Herrigel. Lo mismo cabe decir de Antoni Tapies y de otros pintores coetáneos. Merece la pena referir, entre los pintores, el caso del norteamericano Mark Tobey, quien en 1960, en carta a su amigo Ulfert Wilke, aseguró que veía en El zen en el arte del tiro con arco uno de los pocos estímulos que tenía entonces para seguir pintando. Es bien sabido, por otra parte, que el fotógrafo (y también excelente dibujante) Henri Cartier-Bresson solía asociar la plasticidad y la intensidad del «instante» fotográfico a la tensión de la espera que tan sabiamente describe Herrigel, cuyo libro era para él un libro de cabecera. Menos sabido, en cambio, es que otro gran fotógrafo, el norteamericano Duane Michals, acostumbra a citar El zen en el arte del tiro con arco como perfecto antídoto contra la insufrible pedantería con que suelen recubrirse ciertos ambientes artísticos neoyorquinos y una parte no pequeña del arte y de la crítica artística contemporáneos.

   Los ejemplos del influjo del libro de Eugen Herrigel en la literatura no son menos importantes y significativos. No es preciso multiplicar los nombres. Dejemos sólo aquí hablar al poeta José Ángel Valente: «El libro de Herrigel es un libro de espiritualidad, un libro que versa sobre la acción o conocimiento de quietud, sobre la inmovilidad veloz del deseo, sobre una forma particular del saber, el «saber de experiencia», que genera una fusión o armonía de las cosas opuestas o esa infinita capacidad de espera en el punto de máxima tensión donde crear es, repentinamente, posible. Tal es el movimiento o estado que con tal absoluta precisión define Herrigel: «Cuando la cuerda se tensa al máximo, el arco se inserta en el Todo». Manual, como los de todas las artes regidas por el zen, del perfeccionamiento o de la progresión interior que contiene, a la vez, una luminosa apertura a la creación («de modo que el danzante y la danza se conviertan en una sola cosa»), es decir, una estética».

   Es en el contexto que brevemente enmarcan las palabras transcritas en el que hay que entender el poema de Valente titulado «El blanco», de su libro Treinta y siete fragmentos:

   El arco armado y tenso une dos puntos del círculo a su centro.

   El hemisferio del arquero en posición de tiro es la mitad visible de la esfera completa que la flecha aún inmóvil ya ha engendrado.

   ¿Puede extrañarnos la honda resonancia alcanzada por El zen en el arte del tiro con arco} En realidad, no abundan en Occidente (y, si hacemos caso a Herrigel, tampoco en Oriente) los libros de esta naturaleza. Las analogías y diferencias que podamos rastrear entre este libro y, pongamos por caso, De lo espiritual en el arte, de Vasili Kandinsky (libro que ha alcanzado también un considerable eco), permiten ver de inmediato cuántas cosas singularizan el ensayo de Herrigel. Entre los libros, muy escasos, que se inscriben en parecida órbita, los podrá haber no menos intensos (el de Kandinsky es tal vez el mejor ejemplo). Ninguno, acaso, nos hace más conscientes del arte como un proceso espiritual cuyo fin no está fuera de él mismo.

   Tienen su destino los libros, en efecto. El de Herrigel es el de hacernos ver la Unidad (la no dualidad) bajo la especie del aprendizaje: la unidad de lo que nos liga, nos libera y nos consume.



El ZEN KYUDO CLUB BARCELONA quiere agradecer a Andrés Sánchez Robayna la autorización para reproducir este escrito en su blog.

Próximamente verá a la luz la traducción de una selección de haikus de Masaoka Shiki realizadas por Andrés Sánchez Robayna y Masafumi Yamamoto.
















martes, 9 de marzo de 2021

COMO PEGAR EL PAPEL DE DIANA SOBRE EL ARO DE MADERA DEL MATO (DIANA DE KYUDO)

 




MATERIAL



DISOLVER EN AGUA LOS POLVOS DE COLA



EXTENDER LA COLA CON UN PINCEL SOBRE UNA DE LAS CARAS DE LOS  PAPELES 




CENTRAR LOS PAPELES SOBRE EL ARO DEL MATO Y PEGAR
PRIMERO EL PAPEL MARRON




SEGUNDO EL PAPEL CON LOS DIBUJOS DE LA DIANA




DEJAR SECAR