martes, 6 de agosto de 2024

HARA EN EL KYUDO. KARLFRIED G. DÜRCKHEIM

 



Hara. Centro Vital Del Hombre. Karlfried Graf Dürckheim


Ese estado interior que, por el ejercicio, debemos descubrir, desarrollar y fortificar, esencialmente esrá basado en que existe un centro inquebrantable de gravedad en el centro vital del hombre, es el Hara. Cuando yo me esforzaba por entrar en cl secreto de los ejercicios de los maestros japoneses, primero a través de conversaciones con cada uno en relación con el arte que practicaban, recuerdo muy bien cuál era mi sorpresa cuando continuamente insistían en la noción de “Hara”. Cualquiera que fuera el arte que enseñara el maestro con el que yo conversara, — manejo de sable, danza o marionetas — nunca terminaba su explicación sin hacer hincapié en que el Hara era el “pivote indispensable” en torno al cual todo tenía que girar. Comprendí pronto que el concepto de Hara significaba más que una condición de base que permitiera a todo aquel que respondiera a ella, el disponer en todo momento de una técnica.

El Japonés relacionaba con el Hara algo más profundo. Me convenció del todo la respuesta que me dio un general japonés, al que pregunté qué papel jugaba el Hara en la formación de los soldados. A este general le sorprendió que un Europeo le hiciera esta pregunta. Reflexionó un momento antes de contestar, y luego me dijo simplemente: “El sentido de toda formación militar es el Hara”. Sorprendente respuesta que sólo se puede comprender si se entiende por Hara el lograr, de modo estable, un estado de ser merced al cual se pueda disponer de la maestría adquirida en una técnica en un momento crucial, de modo natural y no patético, como el soldado que da un testimonio, con naturalidad, de sus virtudes en cualquier circunstancia y, en particular, cuando ha de enfrentarse con la muerte. Ahora bien, ese estado interior implica que el hombre esté ya liberado del influjo de un Yo amedrentado ante la muerte. A eso no se puede llegar, sino a condición de estar sólidamente anclado en el fondo de ese SER que, como dice el Japonés, está “más allá de la vida y la muerte”. De lo que se trata esencialmente es de dar testimonio del SER en este mundo.

El siguiente ejemplo ilustra con bastante precisión este modo de concebir el ejercicio. Era un día muy caluroso de verano, en Tokyo, y yo estaba esperando la llegada del maestro Kenran Uméji, mi maestro de tiro con arco. Me había estado preparando solo, a lo largo de varias semanas, y me satisfacía poder mostrar al “Maestro” que había aprendido bien mi lección. Sentía curiosidad por conocer qué nueva sorpresa me esperaba, porque cada lección que recibía era una sorpresa.

Para un estudiante Occidental, todo en arte japonés — ya sea el tiro con arco, la esgrima, el arte floral, la pintura, la escritura con pincel, o la ceremonia de té — es extraño. Quien crea, por ejemplo, que en el tiro con arco de lo que se trata es de hacer diana, está en un gran error. ¿Qué es entonces? Eso fue lo que mi maestro me enseñó aquel día.

Llegó a la hora prevista, y después de una breve conversación tomando una taza de té, salimos al jardín, donde estaba la diana. Esta diana fue ya mi primera sorpresa al comenzar mi aprendizaje de tiro con arco. Era una gavilla de paja de unos 80 centímetros de diámetro, situada a la altura de los ojos, fijada a un soporte de madera. Es fácil imaginar cuál fue mi extrañeza cuando supe que todo alumno debía practicar en esta diana durante tres años, situándose a una distancia de tres metros. ¡Este ejercicio tan simple repetido durante tres años! ¿No es aburrido a la larga? No, al contrario, es cada día más apasionante, a medida que se va penetrando en el sentido del ejercicio. En realidad, el fin que se persigue no es el de dar en el blanco. ¿Cuál es entonces? Eso fue lo que mi maestro me explicó aquel día. Me coloco. Me inclino, primero ante el Maestro que estaba frente a mí, tal como lo requiere el ceremonial, y luego lo hago ante la diana. Después me pongo de nuevo frente al Maestro y realizo, con calma, los primeros movimientos. Los movimientos han de sucederse cadenciosamente, al igual que las olas, que nace cada una de la que le precede. Coloco el arco en la rodilla izquierda, cojo una de las dos flechas que tengo apoyadas en mi pierna derecha y la coloco en la cuerda. Con la mano izquierda mantengo con firmeza el arco y la flecha. Levanto lentamente mi mano derecha y la bajo, espirando plenamente todo el aire de mis pulmones. Luego, con esta mano cojo la cuerda e, inspirando lentamente, levanto y tenso el arco, poco a poco. Este es el movimiento decisivo que ha de hacerse con calma, y sin saltos, al igual que la luna sube al cielo. No había todavía llegado a la altura requerida, en ese momento en que el arco alcanzaba su máxima tensión. cuando el penacho de la flecha roza la mejilla y la oreja del tirador, me sobresaltó la voz de órgano del Maestro ordenándome que me detuviera. Sorprendido, y algo irritado por esta interrupción en un momento de extrema concentración, bajo el arco. El Maestro me lo coge de las manos, enrolla la cuerda a la extremidad superior del arco y me lo da sonriendo, diciéndome que empiece otra vez. Sin sospechar todavía nada, hago otra vez toda la serie de movimientos ya descritos. Pero al llegar el momento de tensar el arco, me siento ya al borde de mi saber. Cuando tensé dos veces más el arco, no tenia ya fuerzas para estirarlo. Mis brazos empiezan a temblar, pierdo el equilibrio, vacilo: ese es, en definitiva, el resultado de tantos esfuerzos para prepararme. Entonces, el Maestro se echa a reír. Hago desesperadamente otro intento, pero en vano; es un lamentable fracaso. Debo tener un gesto de despecho porque el Maestro me pregunta qué es lo que me irrita. Y porque le respondo inmediatamente: “Pero ¿cómo es que me hace esa pregunta? He practicado a lo largo de varias semanas, y en el momento crucial, usted me hace parar”. El Maestro ríe aún con más ganas, toma luego su aspecto grave para responderme. “ ¿Qué quiere? Por la forma de coger el arco, yo ya he visto que había alcanzado la forma requerida para cumplir su cometido. Pero escuche bien esto: cuando el hombre, en su modo de estar, en su vida o en su trabajo, ha llegado a una etapa que le ha costado muchos esfuerzos, lo peor que le puede ocurrir es ver que el destino le permite conseguir un tanto, estancándose en el estado al que ha llegado. Si el destino le es favorable, le quita el resultado obtenido antes de que se anquilose, de que se esclerose. Esto es lo que un buen maestro debe hacer. Porque, en el fondo, no se trata de que la flecha vaya directa al blanco; en éste, como en todas las otras artes, el objetivo esencial no es el resultado externo, sino sobre todo, el resultado interior, o dicho de otro modo, la transformación interior del hombre. Practicar una técnica que tienda a un resultado, sirve también a esta transformación. Pero ¿qué otro mayor peligro puede ser una amenaza para esa transformación, sino el de detenerse en el resultado obtenido? El hombre debe progresar, progresar constantemente”.

La voz del Maestro era grave y conmovedora. Lo que él enseñaba a través del tiro con arco era otra cosa que un deporte de pasatiempo, cuya finalidad sea ganar otros competidores; se trataba de una escuela de vida, o sea, de una práctica iniciática que enseña el camino interior. Hay que dejar bien sentado que, al principio es preciso aprender la técnica. Y sólo cuando se posee ésta a fondo, es cuando comienza el verdadero trabajo, ese incesante trabajo sobre uno mismo. El tiro con arco como cualquier otro arte, no es para el japonés sino una ocasión de despertar al SER, es decir, a su Ser esencial. Lo que presupone trabajar por purificar el yo vano y ambicioso que, justamente por no ocuparse sino del aspecto exterior de los resultados, pone en peligro la propia perfección de los mismos. Sólo se puede cumplir un cometido si se ha logrado triunfar de ese Yo. El éxito no es entonces el fruto de un saber-hacer dirigido por una voluntad ambiciosa, sino el de una transformación del hombre en su ser. El éxito es así manifestación de un estado interior que deja libre una fuerza profunda, casi sobrenatural, y que, hasta se podría decir, que lleva a la perfección sin nuestra contribución consciente. Queda claramente de manifiesto que el sentido del ejercido es la transformación del hombre.

Un anciano Japonés, a quien pedí su opinión sobre las proezas que realizan los yoguis, me hizo todavía comprender mejor ese modo de concebir el ejercicio. Me dijo: “Es evidente que un hombre que durante años, a veces incluso decenas de años, se haya esforzado por adquirir una formación en una disciplina dada, pueda conseguir resultados que a un profano puedan parecerle milagrosos. Pero hay que preguntarse cuál es el valor de esas hazañas. Si son fruto de una ambición tenaz que ha podido utilizar un cierto saber-hacer, no son de ningún valor para el hombre. Adquieren un sentido profundo cuando están testimoniando una maestría interior”.

Estas palabras no dejarán de sorprender al Europeo. quien idolatra únicamente el “resultado” en sí mismo. El Oriental sólo reconoce al maestro por el “resultado” si éste expresa una madurez interior, gracias a la cual el resultado tangible nace de sí mismo, de igual modo que el fruto, ya maduro, se desprende del árbol, sin que en apariencia éste intervenga.