Publicado en la
Revista Mercedes Magazine. Verano 2008
Dar en
el blanco es una cuestión secundaria para los kyudokas. Al menos al principio.
En el tiro con arco japonés los primeros años de entrenamiento se dedican a
alcanzar la armonía entre técnica, cuerpo y mente. Cualquiera que pretenda
recorrer el largo camino del arco necesita ante todo tres cualides:
perseverancia, paciencia y concentración.
Akira Sato dibuja una línea con el índice sobre el tablero
de la mesa. El punto final marca un objetivo. Sato se lo ha impuesto a sí
mismo, aunque sabe que probablemente jamás logre alcanzarlo, por lo menos de
forma permanente. Y es que el kyudo, el arte del tiro con arco japonés, es una
disciplina de coordinación física y espiritual muy exigente incluso para un
maestro consagrado como él. Frente a él, una diana (o mato) redonda que
trata de alcanzar con una flecha disparada con ayuda de un arco de madera y
bambú, el yumi, de hasta 2,30 metros de largo, cuya mitad superior es
más larga que la inferior.
Sato dibuja ahora una línea recta; ése sería el camino
ideal. Pero la cosa no es tan sencilla. Así que hace girar los dedos pulgar,
índice y corazón sobre la línea en dirección al objetivo.
Una empresa difícil, por mucha experiencia, destreza y
paciencia que se tenga. Sin embargo, eso no preocupa a Sato; para él el camino
es el objetivo mismo.
Una vez colocada la flecha en el arco...
la concentración aísla del mundo exterior.
La diana tiene sólo 36 centímetros de diámetro.
Camino de perfección
Esta prestigiosa disciplina la practican cerca de 300.000
japoneses, a los que hay que añadir varios miles de kyudokas repartidos por
todo el mundo, cerca de ochenta en España. Todos ellos se han propuesto
recorrer el largo camino hacia la esquiva perfección. No en vano el propósito
del kyudo es purificar la mente y el corazón, un aprendizaje espiritual que
requiere toda una vida.
En Japón, un kyudoka dedica dos años a practicar con una
goma elástica hasta hacerse con el movimiento de tiro. Pasarán más hasta que
logre sostener el arco con total serenidad, hasta que esté técnicamente maduro
y adopte la actitud mental que desemboque en un tiro relativamente
satisfactorio. En este arte noble casi nada ha cambiado a lo largo de los
siglos: la vestimenta sigue estando compuesta de kimono y falda-pantalón de
color oscuro, el arco y las flechas siguen siendo sencillos. No se perfecciona
el equipo; es el alumno quien debe mejorar, mediante la actitud contemplativa que
requiere el tiro con arco. El kyudoka tira de acuerdo con su propia
personalidad, dicen maestros y discípulos. En la medida en que mejora el tiro
se mejora también a sí mismo.
Sato Sensei —el maestro Sato—, catedrático de Biomecánica
de la Universidad de Tohoku, situada en la localidad de Sendai (al noreste del
país), enseña este antiguo arte marcial en Japón y en Europa. No para de
viajar. Ha logrado el sexto Dan, un nivel relativamente alto dentro de los diez
grados que conforman el kyudo. También él sigue esforzándose por mejorar.
El propio maestro es discípulo. Así es el kyudo. Lo
explica con calma. Está sentado, vestido con un kimono azul oscuro. De vez en
cuando toma un sorbo de té verde. ¿Cómo puede mostrar tal serenidad ante la
casi imposibilidad de alcanzar sus objetivos? Porque lo importante es el
esfuerzo. Cuando los arqueros notan que fallan o retroceden, deben restablecer
el equilibrio entre mente, fuerza y técnica para volver a aproximarse a su
meta. Y así siempre, en busca del tiro perfecto.
El kyudo es un ritual. Los alumnos tienen que practicar
mucho para dominar con la máxima armonía todas las fases del movimiento: desde ashibumi,
la posición inicial, hasta zanshin, la actitud de absoluta serenidad una
vez efectuado el tiro. Los maestros saben que el camino que sigue la flecha
hasta dar en la diana refleja el propio estado de espíritu: el tiro sólo será
certero si se ejecutan los movimientos correctos y la mente no se ve perturbada
por pensamientos de ningún tipo.
En el momento del hanare, cuando se dispara la
flecha, el arquero no debe pensar en dar en el blanco, sino entregarse por
completo a la acción que está realizando, tal y como enseñaba Genshiro Inagaki,
el maestro de Akira Sato.
Inagaki fue un pionero que, en los años sesenta, enseñó en
Europa el estilo shamen. En esta modalidad el arco se sostiene en
posición lateral, a la izquierda. Por el contrario, en el estilo shomen,
muy extendido en Japón, el arco se alza delante del cuerpo.
Kyudo significa “el camino del arco”. En el siglo VIII, el
tiro con arco formaba parte del ceremonial cortesano japonés. Más adelante se
desarrolló como técnica de combate con un único objetivo: la muerte del
adversario. En el siglo XVI, con la aparición de las armas de fuego, el arco
perdió su importancia. No obstante, los samuráis siguieron cultivando el arte
del tiro, transformándolo en una práctica espiritual por influencia del budismo
zen con el propósito de crecer interiormente.
Varios elementos esenciales relacionados con la lucha se
siguen manteniendo: la distancia de 28 metros que separa al arquero del blanco
se corresponde con el orden de las tropas en la batalla; la diana de 36
centímetros de diámetro representa la anchura del pecho del adversario.
Son reglas básicas que han permanecido inmutables hasta el
día de hoy.
Energía bajo control
El kyudo implica aprendizaje constante: intentar forzar el
tiro empleando demasiada energía provocará la resistencia del arco. Los
arqueros intentan disparar cuando no experimentan ningún deseo de hacerlo. Urori,
así es como denominan los kyudokas ese instante. Es comparable al rocío que se
acumula sobre una hoja: cuando ésta ya no puede sostenerlo, la gota cae al
suelo; entonces la hoja, liberada del peso, vuelve rápidamente a su posición
original.
Pero hoy, ni maestro ni discípulo han llegado a ese punto. Tras
hacer una breve reverencia en el umbral entran en el dojo (sala de
prácticas) uno detrás de otro. Sato da unos pasos por la sala luminosa y vacía;
sus pies, cubiertos sólo con calcetines blancos, resbalan ligeramente sobre el
parquet. El discípulo le sigue.
Se alinean uno delante y otro detrás. Se arrodillan en
silencio, hasta que sacan el brazo izquierdo del kimono. Sato Sensei se
endereza, se apoya en su rodilla izquierda y prepara el arco. Tira de la cuerda
con la mano derecha; la punta de la flecha se apoya en el pulgar de la mano
izquierda, que sostiene el arco. Aparentemente sin esfuerzo, Sato lo tensa. La
flecha está a la altura de la punta de su nariz. En ese momento llega a
aguantar hasta 18 kilos de peso. Apunta, mientras permanece absolutamente
inmóvil. Y, de repente, la flecha sale disparada y da en la diana. El discípulo
efectúa los mismos movimientos. También da en el blanco.
Vuelven a colocarse alineados. A continuación, tiran de
pie. Primero Sato y luego su discípulo. Otra vez blanco. Hacen una reverencia
en dirección a la diana. Con parsimonia, se sientan en el suelo. Los brazos
desaparecen en las mangas del kimono, se levantan y salen del dojo. Una
reverencia. Silencio. La ceremonia ha terminado; ya podemos hablar.
“¿Eso era urori?” “No”, responde Sato con una
sonrisa. Ciertamente, ha dado en la diana, pero el momento del tiro no ha sido
el correcto.
Había algo que no encajaba. Trabajará en ello. El kyudo es
un camino de progresos mínimos, lentos. El 90% de los que empiezan a practicar
el kyudo lo dejan al poco tiempo. Los que continúan quieren profundizar. Con
calma. La ambición y la prisa les harían estar tensos. Y ¿de qué sirve acertar
en el blanco si arquero, flecha y arco no se funden en una unidad?
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