Awa Kenzo
"No
lo consigue, aclaró el maestro (Awa Kenzo), porque no respira bien. Después de
inspirar, haga bajar el aliento suavemente, hasta que la pared abdominal esté
moderadamente tensa, y reténgalo allí un rato. Luego espire de la manera más
lenta y uniforme que le sea posible y, después de un breve intervalo, vuelva a
inspirar rápidamente y continúe así inspirando y espirando con un ritmo que
poco a poco se instalará por sí solo. Si ejecuta esto de manera correcta,
sentirá que el tiro se vuelve cada día más fácil, pues esta respiración no sólo
le permitirá descubrir el origen de toda fuerza espiritual, sino que hará
brotar ese manantial cada vez más abundantemente y lo encauzará a través de sus
miembros con tanta o más facilidad cuanto más relajado esté." Como para
demostrármelo, armó su fuerte arco y me invitó a colocarme detrás de él y a
palparle los músculos de los brazos. En efecto, estaban tan libres de tensión
como si no estuviera haciendo esfuerzo alguno.
Practiqué
la nueva respiración sin arco y flecha, hasta que llegó a convertirse en cosa
natural. Incluso el leve vahído que experimenté en un principio, desapareció
pronto. A la espiración lenta y uniforme, que debía desvanecerse
paulatinamente, el maestro le atribuía tanta importancia que para ejercitarse y
controlarla mejor, nos la hacía combinar con un zumbido. Sólo cuando, con el
último vestigio del hálito, se perdía también el zumbido, nos permitía volver a
inspirar. La inspiración, dijo una vez el maestro, liga y une, reteniendo el
aliento se realiza todo lo que es justo, y la espiración libera y consuma,
venciendo toda restricción. Pero en aquel entonces no lo comprendíamos.
Inmediatamente
el maestro pasó a relacionar la respiración con el tiro de arco por cuanto
aquélla no se practica como un fin en si misma. La acción continua de estirar
el arco y disparar la flecha se dividió en las siguientes fases: asir el arco -
colocar la flecha - levantar el arco -- estirarlo y mantenerlo en el máximo
estado de tensión - disparar. Cada fase se iniciaba con una inspiración, se
apoyaba en el aliento retenido en el abdomen y terminaba con la espiración.
Todo esto conducía por sí solo a que la respiración se adaptara y 'se hiciera
natural, no sólo acentuando significativamente las distintas posturas y
movimientos, sino también entrelazándolos y articulándolos rítmicamente en cada
uno de nosotros según el estado de la técnica respiratoria. Por eso; no
obstante estar fragmentado todo el procedimiento causaba la impresión de un
acontecer que vive íntegramente de sí mismo y en sí mismo y ni remotamente
puede comparárselo con un ejercicio gimnástico al cual pueden agregarse o del
cual pueden quitarse tiempos sin que se destruyan ni su significado ni su
carácter.
Me
es imposible evocar aquellos días sin recordar una y otra vez cuán difícil me
resultó al principio dejar que la respiración surtiera su efecto. Respiraba en
forma técnicamente correcta, pero cuando, al estirar el arco, me concentraba en
que los músculos de brazos y hombros permanecieran relajados, la musculatura de
mis piernas se contraían a su vez a pesar de mí mismo. Era como si me hicieran
falta una base firme de sustentación y una postura sólida y, a semejanza de
Anteo, tuviese que extraer mis fuerzas de la tierra.
Muchas
veces, el maestro no tenía más remedio que asir súbitamente uno u otro músculo
de mis piernas y apretarlo en un punto particularmente sensible.
Cuando,
en una de esas ocasiones, dije a manera de disculpa que en verdad me esforzaba
por permanecer relajado, replicó: "Éste es precisamente su error: usted se
esfuerza, usted piensa en ello. ¡Concéntrese sólo en la respiración, como si no
tuviese que hacer otra cosa!"
Con
todo, pasó todavía bastante tiempo antes que consiguiera cumplir con las
exigencias del maestro. Pero lo conseguí. Aprendí a perderme en la respiración
tan despreocupadamente que a veces tuve la sensación, no de respirar, sino de
ser respirado, por extraño que parezca. Y aunque en momentos de reflexiva
meditación rechazaba tan extravagante idea, no -podía ya dudar de que la
respiración cumplía lo que el maestro había prometido. De cuando en cuando, y
cada vez con mayor frecuencia mientras transcurría el tiempo, pude estirar el
arco y mantenerlo tenso hasta el final, con todo el cuerpo relajado, sin que
supiera decir de qué manera. La diferencia cualitativa entre esos pocos
intentos satisfactorios y los aun abundantes casos' era tan convincente,
empero, que de buena gana admitía haber comprendido por fin lo que, quizá,
significaba el estirar "espiritual" del arco.
Era
esto, pues, el quid de la cuestión: no se trataba de
ningún ardid técnico, que en vano había querido descubrir, sino de una
respiración liberadora que abría nuevas perspectivas. Y no lo digo con
ligereza. Sé muy bien cuán grande es, en tales casos, la tentación de sucumbir
a una fuerte influencia y, enredado en un autoengaño, sobreestimar el alcance
de una experiencia por el solo hecho de ser insólita. Mas, pese a todas mis
evasivas cavilaciones y sobria reserva, el éxito obtenido con la nueva respiración
(pues con el tiempo me era posible estirar relajadamente hasta el fuerte arco
del maestro) era demasiado obvio como para ser negado.
En
oportunidad de una prolongada charla pregunté al señor Komachiya por qué el
maestro había observado impasible durante tanto tiempo, mis infructuosos
esfuerzos por estirar el arco "espiritualmente"; por qué no había
insistido desde un principio en la respiración correcta: "Un gran maestro
–respondió- tiene que ser a la vez un gran pedagogo; para nosotros las dos
cosas son inseparables. Si hubiera iniciado la enseñanza con los ejercicios
respiratorios, jamás le habría convencido de su decisiva influencia. Primero
tenía que naufragar usted con sus propios intentos, para que estuviera
dispuesto a asirse del salvavidas que le arrojó. Créame, yo sé por experiencia
propia que el maestro conoce a usted y a cada uno de sus alumnos, mucho mejor
de lo que nos conocemos nosotros mismos. Lee en las almas de sus discípulos más
de lo que ellos están dispuestos a admitir."
Zen en el
arte del tiro con arco - Eugen Herrigel